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Ofrecemos este excelente articulo genérico sobre física atómica y radioactividad, entendiendo que conviene que todos estemos informados al respecto.

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Sunday, March 27, 2011

Con los accidentes nucleares de Fukushima, que siguen sucediendo, hemos visto surgir de nuevo el temor arcano a la radioactividad y hemos oído hablar de un montón de cosas extrañas. Muy notablemente, de esas unidades de medida raras como los sieverts o los grays y sobre todo de esos elementos aún más raros, aquellos que olvidábamos enseguida en el instituto, seguidos por un numerito para acabar de empeorarlo: yodo-131, cesio-137 y otras cosas que ya sólo sonaban de aquello otro que pasó en Chernóbyl. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué y cuándo es peligroso? ¿Qué es, exactamente, la radioactividad?



Todo lo que tocan nuestras manos y ven nuestros ojos está compuesto fundamentalmente de materia y energía, que vienen a ser dos caras de la misma moneda. Ninguna de ellas es superior o inferior a la otra, como creen algunos; y, por mucho, la más compleja y estructurada es la materia.



Recordarás, seguro, que la materia que conocemos normalmente está organizada en forma de átomos, a menudo combinados en forma de moléculas. La rama de la ciencia que los estudia es la física atómica. Te acordarás también de que un átomo está compuesto por un núcleo de protones y neutrones más un cierto número de electrones en orbitales situados alrededor. Se suele decir que los electrones definen las propiedades químicas de la materia mientras que el núcleo define las propiedades físicas; esto no es exactamente riguroso y habría que hacer unos cuantos matices importantes, pero para hacernos una idea sencilla de lo que estamos hablando ya va bien.



El núcleo atómico es un lugar muy interesante; lo estudia la física nuclear. Entre otras cosas importantes, la composición del núcleo atómico define qué son las cosas. Así, como suena. El factor clave es el número de protones, llamado número atómico. Por ejemplo, cuando un átomo tiene seis protones en su núcleo, es carbono y no puede ser ninguna otra cosa. Si gana otro protón, y el número sube a siete, entonces deja de ser carbono por completo y se convierte en nitrógeno, un gas a temperatura ambiente. Si aún consigue otro más, o sea ocho, es oxígeno. Y así sucesivamente. Los átomos de oro, pongamos por caso, presentan 79 protones en su núcleo. Pero si algo tiene 80, entonces es mercurio. Y si fueran 78, sería platino.



Se deduce fácilmente que el elemento más básico de todos los posibles es el hidrógeno, cuyo núcleo sólo tiene un protón (si tuviera cero, no habría núcleo y por tanto no habría átomo; algunas veces, a los neutrones libres se les ha llamado el “elemento cero” bajo el nombre neutronio). Por ser el más básico de todos, el núcleo de hidrógeno es el que “más fácilmente aparece”; y debido a esta razón el hidrógeno es también el elemento más abundante del universo. De hecho, fue casi el único que generó el Big Bang –demasiado primario para producir cosas mucho más complejas– antes de que los procesos de nucleosíntesis dieran lugar a todos los demás. Estos procesos de nucleosíntesis que crearon el resto de átomos complejos se dieron –y se siguen dando –, sobre todo, en el corazón de las estrellas. Es, por tanto, rigurosamente cierto aquello tan bonito de que somos polvo de estrellas. Los átomos que nos componen y que definen lo que somos se forjaron en sus hornos termonucleares a partir del hidrógeno primordial, a lo largo de millones de años, mucho antes de que llegaran hasta aquí para formar planetas y se sumaran a nuestros cuerpos y nuestra realidad.



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Representación simbólica de un átomo de helio, con escala y detalle de su núcleo compuesto por dos protones y dos neutrones.



¿Y los neutrones? Los neutrones son, entre otras cosas, los estabilizadores de los núcleos atómicos. Se da la circunstancia de que los protones –todos los protones, por el hecho de serlo– tienen carga eléctrica positiva (+1). Como cargas iguales se repelen, los protones tienden a repelerse fuertemente entre sí y por sí solos son incapaces de constituir núcleos atómicos. Los neutrones, con su carga eléctrica neutra (cero), estabilizan el núcleo atómico y éste permanece unido mediante la interacción fuerte o cromática, una de las cuatro fuerzas fundamentales en este universo.



A la suma de protones y neutrones en un núcleo se le llama número másico. Este número másico es la cifra que estamos viendo estos días detrás del nombre del elemento, como yodo-131 o cesio-137 (también expresado 131I o 137Cs). Resulta que, como te he contado, un elemento tiene que mantener siempre el mismo número de protones para seguir siendo ese elemento; pero el número de neutrones puede variar, dando lugar a números másicos distintos. Estas variaciones en el número de neutrones de un mismo elemento (o sea, de un mismo número de protones) se llaman isótopos.



Es decir: para un mismo elemento (mismo número de protones) pueden existir varios de estos isótopos (distinto número de neutrones). ¿Y qué pasa cuando modificamos el número de neutrones? Pues que, como hemos dicho antes, sus propiedades químicas se mantienen porque éstas dependen fundamentalmente de los orbitales electrónicos, que no varían. Es decir, a nivel químico, sigue siendo la misma cosa: carbono, nitrógeno, yodo, cesio, oro, uranio, lo que sea. Pero sus propiedades físicas pueden alterarse radicalmente. Un núcleo atómico estable, tranquilo y buen chico puede transformarse en un monstruo radiológico al cambiar su composición isotópica, o sea su número de neutrones. Por fuera sigue pareciendo lo mismo, pero por dentro ha alterado completamente su manera de interactuar con la realidad. Como en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.



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Los tres isótopos naturales del carbono: carbono-12 (6 protones y 6 neutrones), carbono-13 (6 protones y 7 neutrones) y carbono-14 (6 protones y 8 neutrones). En los tres casos es carbono, tiene el aspecto de carbono y se comporta químicamente como carbono, por tener seis protones (y forma parte de nuestro organismo, por ejemplo). Sin embargo, sus propiedades físicas varían. Por ejemplo, mientras que el carbono-12 y el carbono-13 son estables, el carbono-14 es inestable y radioactivo: emite radiación beta, uno de sus neutrones "extras" se transforma así en un protón y el núcleo se convierte en nitrógeno-14 (que tiene 7 protones y 7 neutrones), con el aspecto y las propiedades del nitrógeno (por tener 7 protones). Dado que la mitad de la masa del carbono-14 pasa a ser nitrógeno-14 cada 5.730 años aproximadamente (más o menos lo que llevamos de civilización humana), la presencia de este isótopo natural resulta especialmente útil para la datación precisa de objetos históricos.

Radioisótopos en las playas del Archipiélago de la Realidad.



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El "Archipiélago de la Realidad". En este universo, sólo son posibles determinadas combinaciones de protones y neutrones para formar núcleos estables (el "Continente de la Estabilidad" e, hipotéticamente, la "Isla de la Estabilidad"). Alrededor, un infinito "Mar de la Inestabilidad" donde los núcleos atómicos no pueden existir. Entre unos y otros, las "Playas de la Inestabilidad", donde sólo pueden existir durante un tiempo determinado. Estos últimos son los isótopos radioactivos.



No todas las combinaciones de protones y neutrones resultan estables. Por ejemplo, un núcleo atómico con diez protones y cien neutrones, o viceversa, no puede llegar a existir. De hecho, sólo unas pocas llegan a constituir núcleos estables por completo, capaces de perdurar indefinidamente: la materia común que conocemos. Los núcleos atómicos muy grandes, con muchos protones y neutrones, nunca llegan a ser verdaderamente estables (aunque algunos pueden llegar a durar mucho tiempo, tanto como muchas veces la edad del universo).



Si el núcleo de hidrógeno es el más basico de todos, con su único protón, el último isótopo de este cosmos auténticamente estable es el plomo-208: presenta 82 protones (por eso es plomo) más 126 neutrones. Por encima de él, todos son inestables en mayor o menor medida. (Para más información sobre los elementos extremos, echa un vistazo al post Aquí creamos elementos nuevos)



Se dice que todas las infinitas combinaciones de protones y neutrones que no pueden constituir núcleos atómicos de ninguna manera constituyen el Mar de la Inestabilidad. Por el contrario, las combinaciones que dan lugar a núcleos estables o bastante estables conformarían el Continente de la Estabilidad y puede que la Isla de la Estabilidad. O, al menos, así llamó a todo esto Glenn Seaborg. En el límite entre estabilidad total e inestabilidad total se encontrarían las combinaciones inestables. Como si dijéramos, en las playas de este Archipiélago de la Realidad.



Estas combinaciones inestables, los isótopos inestables, tienden a liberar materia o energía por varias vías distintas para transformarse en otros que sean más estables o estables por completo. Esto es la radioactividad. Por eso, los núcleos de los isótopos inestables se llaman también radionúclidos. Es decir, núcleos que emiten radiación y así adquieren más estabilidad. Muy a menudo, los isótopos inestables no saltan de golpe a isótopos estables; sino que lo van haciendo en distintos pasos, de isótopo inestable en isótopo inestable hasta que alcanzan la estabilidad. Esto es la cadena de desintegración.



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Valores de radiación ambiental en España tomados por la Red de Estaciones Automáticas del Consejo de Seguridad Nuclear el 26/03/2011, expresados en µSv/h. Puede observarse que la "radiación de fondo" en un día típico como este oscila entre los 0,08 µSv/h del País Vasco hasta los 0,19 µSv/h de Pontevedra, debido a su diferente configuración geológica. Datos actualizados en http://www.csn.es/index.php?option=com_maps&view=mappoints&Itemid=32%3C=es



En la naturaleza, en el cosmos, en el planeta Tierra todos los elementos se presentan bajo la forma de distintos isótopos; unos son estables y otros no. Los isótopos inestables que aparecen en la naturaleza emiten radiación, y esta constituye buena parte de la radioactividad natural. El universo entero está lleno de esta radioactividad natural y nuestro planeta no es una excepción. Las estrellas, por ejemplo, son furiosas emisoras radiológicas. Como el Sol.



Los planetas y la vida, en cambio, sólo pueden llegar a formarse cuando el nivel de energía es relativamente bajo (y por eso, para empezar, es tan difícil obtener buenas fuentes de energía abundante en la superficie de un planeta como el nuestro). Si el nivel de energía fuera muy alto, el planeta pasaría a estado plasmático y desaparecería; o, incluso con cifras mucho más bajas, toda vida resultaría esterilizada para siempre. En la práctica, los planetas están compuestos muy mayoritariamente por isótopos estables; es decir, no radioactivos. Además, como con el paso del tiempo los isótopos inestables van transformándose en estables, en un planeta determinado cada vez van quedando menos radioisótopos naturales y por tanto se va generando menos radioactividad natural. Entonces viene cuando surge una especie inteligente –más o menos–, descubre todo esto y se le empiezan a ocurrir cosas que hacer.



El alquimista atómico.



Cuentan que el alquimista buscaba la piedra filosofal para, entre otras cosas, transmutar el plomo en oro. Y al final lo consiguió, cuando aprendió física atómica y se hizo ingeniero nuclear.



Hoy en día, los alquimistas modernos –físicos e ingenieros nucleares– transmutan habitualmente unos elementos en otros, unos isótopos en otros y hasta crean elementos nuevos. Lo que pasa es que, por ejemplo, convertir plomo en oro cuesta un pastón en forma de energía y al final resultó que no salía a cuenta. El oro nuclear no se diferencia en nada del oro vulgar –si no, no sería oro sino otra cosa distinta– y sale enormemente más caro. Sin embargo, en el proceso descubrió algunas posibilidades enormemente más preciadas que el oro, desde la medicina nuclear hasta las armas nucleares. Los humanos, que somos así.



Y otra cosa más, de un valor inmenso, tanto que resulta difícil de describir. En la superficie de un planeta donde la cantidad de energía fácilmente disponible es ya muy baja, por los motivos que comenté más arriba, las ciencias y tecnologías del átomo le permitieron concebir una fuente de energía monumental: la energía nuclear. En la actualidad, producimos grandes cantidades de energía mediante la fisión del núcleo atómico, en las centrales nucleares. Y para el futuro, planeamos utilizar el mismo método que usa el Sol y las demás estrellas: la fusión del núcleo atómico en centrales termonucleares.



Resulta difícil discutir las ventajas de la energía nuclear, incluso la más atrasada de fisión. Para empezar es increíblemente potente, capaz de echar gigavatio tras gigavatio sin conocimiento, llueva, truene o haga calor. El combustible es hasta cierto punto difícil de obtener, y caro, pero una vez conseguido se puede regenerar una y otra vez durante miles de años. Proporciona potencia base en estado puro. En condiciones normales no contamina casi nada y sus residuos se pueden manipular en forma sólida, a diferencia del gigantesco desastre ambiental y climático ocasionado cada día más por los combustibles fósiles como el carbón y el petróleo. Se puede instalar sin destrozar por completo grandes parajes naturales. Sus posibilidades de futuro son enormes, por la vía de la fisión y sobre todo por la de la fusión. Y hasta genera un montón de riqueza local y puestos de trabajo cualificados incluso en lugares donde no abundan mucho.



Dicen también que sale muy barata, pero yo eso no lo tengo tan claro y las últimas noticias que van llegando de lugares como Olkiluoto o Flamanville (y aquí) no me ayudan a cambiar de opinión. Los posibles costes ocultos, que al final siempre pagamos entre todos, tampoco están claros: hasta el día de hoy, aún estoy por ver un informe público donde se totalicen los costes de una central nuclear desde el día en que a alguien se le ocurre la idea hasta la noche en que ya no queda nada para ver ni allí ni en ningún otro sitio. Para la mayoría de países no proporciona la tan cacareada independencia energética; simplemente, cambia los proveedores tanto de tecnología como de materiales. Su excelente respeto al medio ambiente durante la producción normal queda oscurecido por el problema de los residuos radioactivos. Y luego, claro, está el eterno asunto de la seguridad, ahora mismo en pleno ojo del huracán con lo sucedido en Fukushima.



Peligro nuclear.



No es mentira decir que las centrales nucleares son muy seguras, incluso extremadamente seguras. Pero tampoco lo es afirmar que, cuando sucede lo impensable, los efectos de un accidente nuclear se extienden mucho más en el tiempo y en el espacio que los de la mayoría de siniestros. En estos días, he visto a gente incluso tratando de compararlos con accidentes de tráfico, que sin duda causan muchos más muertos al año. Eso es una falacia: los efectos de un accidente de tráfico no se extienden a lo largo de miles de kilómetros cuadrados y, treinta años después, no quedan contaminantes peligrosos en las tierras agrícolas de los alrededores.



Sin embargo, no es falaz comparar los accidentes nucleares con algunos accidentes industriales a gran escala, y notablemente con los que esparcen gran cantidad de contaminantes químicos. Que, por cierto, están compuestos por isótopos estables e intrínsecamente no desaparecen nunca (aunque, si se trata de moléculas compuestas, se pueden degradar con el tiempo). Como lo de Bhopal, que sigue contaminando. También quisiera recordar en este punto a las incontables víctimas de envenenamiento por arsénico en Bangladesh y otros lugares, ocasionadas cuando la población local se vio obligada a cavar miles de pozos más profundos porque el agua potable es cada vez más escasa. Y otros muchos más.



No obstante, cuando una central nuclear casca… bien, pues existe un riesgo cierto de que escape al medio ambiente una gran cantidad de contaminantes muy extraños, algunos de los cuales son radioactivos y unos pocos furiosamente radioactivos. Resulta que, en los procesos nucleares mencionados más arriba, se producen gran cantidad de esas transmutaciones del alquimista que dan lugar a toda clase de isótopos raros e inestables. De hecho, toda la energía nuclear es una de estas transmutaciones del alquimista: convertir uranio o plutonio (o deuterio y tritio, cuando se alcance la fusión) en otras cosas, aprovechando la energía liberada en el proceso para producir calor, calentar agua y con ella y mover turbinas eléctricas. (De lo del torio ya hablaremos en otra ocasión, que no es ni con mucho como lo pintan algunos.)



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Yodo común (mayoritariamente yodo-127 estable) en estado sólido. El yodo-131 es inestable, radioactivo y se considera cancerígeno. Durante un accidente nuclear, suele escapar del reactor en forma gaseosa.

Los isótopos más comunes que se generan como consecuencia de estas reacciones nucleares en un reactor típico de uranio (térmico), son los siguientes por orden de abundancia: cesio-134/135 (6,8%), yodo-135/xenón-135 (6,3%), circonio-93 (6,3%), cesio-137 (6,1%), tecnecio-99 (6,1%), estroncio-90 (5,8%), yodo-131 (2,8%), prometio-147 (2,3%) y samario-149 (1,1%); más una retahíla de otras sustancias, ninguna de las cuales alcanza el 1%.



La mayor parte de estos productos son venenosos, pero se dispersan demasiado para que su toxicidad química sea muy relevante fuera de la instalación. El principal problema, claro, es que la mayoría son radioactivos. Es decir, radioisótopos inestables que liberan energía potencialmente peligrosa y en caso de accidente nuclear se esparcen por el medio ambiente. De todos ellos, los que más miedo dan son los que son o pueden convertirse en potentes emisores de radiación gamma. ¿Qué es esto de la radiación gamma?



Tipos de radioactividad.



Te conté más arriba que los núcleos inestables tienden a liberar materia o energía por varias vías distintas para transformarse en otros que sean más estables o estables por completo, que esto es la radioactividad y que por eso se llaman radioisótopos o radionúclidos. Estas vías distintas son esencialmente cuatro, llamadas alfa, beta, gamma y neutrónica.



La radiación alfa (también llamada desintegración alfa o decaimiento alfa) son grupos de dos protones y dos neutrones que escapan típicamente de los átomos grandes e inestables. Así, no se distinguen en nada del núcleo de un átomo de helio corriente, pero están desprovistos de los dos electrones que este elemento presenta normalmente; es decir, se hallan doblemente ionizados. Tienen una energía típica relativamente alta, del orden de cinco megaelectronvoltios, pero se detienen con facilidad. La piel humana los para e incluso una simple hoja de papel; protecciones sencillas como mascarillas de celulosa, monos de material plástico, gafas de seguridad y guantes de goma bastan para defenderse de ellos. Lo que es una suerte, porque cuando entran dentro del organismo resultan extremadamente peligrosos, mucho más que la radiación beta o gamma que vamos a ver a continuación. Ninguno de los productos que hemos mencionado emite radiación de este tipo, así que para el caso no nos preocupa mucho.



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Capacidad de penetración en materiales de los distintos tipos de radioactividad. Imagen suministrada por el gobierno japonés a la población durante los accidentes nucleares de Fukushima.



La radiación beta (decaimiento beta) son electrones o su partícula de antimateria, los positrones. Ya comentamos cuando hablábamos del Mar de Inestabilidad y el Continente de Estabilidad que los núcleos con una diferencia muy grande entre su número de protones y su número de neutrones son imposibles. De hecho, cuando un núcleo atómico tiene demasiados neutrones (carga 0), uno o varios de ellos se quieren convertir en protones (carga +1) y para ello generan y expulsan uno o varios electrones (carga -1). Y al revés: cuando un núcleo atómico tiene demasiados protones (carga +1), uno o varios de ellos se transforman en neutrones (carga 0) y para ello expulsan uno o varios positrones (esa carga +1 que les sobraba). Así, el núcleo se estabiliza expulsando energía en forma de estas partículas beta (ß- o ß+).



La radiación beta suele ser relativamente menos peligrosa. Es unas cien veces más penetrante que la alfa, pero eso sigue sin ser mucho. Una lámina de papel de aluminio la detiene eficazmente y su capacidad de afectar a la materia viva es entre diez y mil veces menor que la de las partículas alfa, incluso cuando los radioisótopos que la emiten son aspirados o ingeridos. Provoca característicamente quemaduras superficiales e irradiación de la piel u otros tejidos próximos al exterior, dado que sólo puede penetrar unos pocos milímetros en el cuerpo humano. Hace falta una gran cantidad de radiación beta, y muy potente, para causar daños graves a la salud.



La radiación gamma, en cambio, es la peste. No es más que radiación electromagnética, o sea fotones, como la luz visible o los ultravioletas; pero a frecuencias muy altas y con una energía pavorosa. A diferencia de las dos anteriores puede atravesar cantidades significativas de materia y por supuesto un cuerpo humano entero. Dependiendo de su energía, hacen falta varios centímetros de materiales densos como el plomo o el hormigón para detenerla. Interacciona con la materia, incluyendo la materia viva, por tres vías distintas: efecto fotoeléctrico, efecto Compton y creación de pares. Cada una de estas interacciones suele provocar a su vez electrones o positrones secundarios que constituyen una dosis adicional de radiación beta en sí mismos.



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Una protección radiológica sencilla: un "castillo de plomo" montado con bloques de este material en torno a una fuente radiológica de un laboratorio.

En las sustancias que nos ocupan, la radiación gamma se origina como efecto secundario de la emisión de radiación beta porque el núcleo resultante suele quedar excitado y necesita aliviarse eyaculando, digo emitiendo radiación gamma hasta alcanzar el estado más estable. Dado que penetra todo el organismo y no está compuesta por partículas con masa, sus efectos son más difusos y hace falta una gran cantidad de radiaciones gamma para provocar quemaduras como las características en el decaimiento alfa o beta. Sin embargo, prácticamente toca todas las células del organismo, acelerando la ruleta del cáncer y otras enfermedades asociadas a la radiación.



Los rayos X son una forma de radiación gamma de baja energía.



La radiación neutrónica está compuesta, como su nombre indica, por neutrones libres que escapan de los procesos de fisión o fusión del átomo. Los neutrones así producidos tienen una energía cinética muy grande y son capaces de atravesar metros de plomo u hormigón. Hace falta una cantidad significativa de estas sustancias o de agua para que se paren. Cuando los neutrones alcanzan otra materia, como la materia viva por ejemplo, chocan con los núcleos de sus átomos y los desplazan y alteran en cascadas de colisiones. También puede deteriorarla directamente por efecto Wigner.



La radiación neutrónica resulta excepcionalmente peligrosa porque tiene la capacidad de convertir otras cosas en radioactivas. Esta especie de contagio se llama activación neutrónica. Vamos, que puede hacer que tus ojos se vuelvan radioactivos, por decir algo, y es francamente malo para la salud ir por la vida con unos ojos radioactivos. Por fortuna, ninguna de las sustancias de las que estamos hablando emiten radiación neutrónica. Para recibirla, tienes que exponerte directamente a un proceso de fisión o fusión nuclear, que es lo que ocurre dentro del reactor (o de una bomba). A menos que el reactor quede abierto al exterior no deberías encontrarte con ella.



La radioactividad no es una energía mágica maligna capaz de hacerlo todo, penetrarlo todo y matarlo todo como parecen creer algunos. Es un fenómeno físico sometido a leyes físicas. Específicamente, no puede producirse en ausencia de los radioisótopos que la generan. Por tanto, cuando hablamos de contaminación radioactiva, hablamos fundamentalmente de contaminación de radioisótopos. Aunque las emisiones de algunas formas de radioactividad extremadamente energéticas pueden llegar muy lejos, como en el caso de los brotes cósmicos de rayos gamma, en el nivel terrícola que nos ocupa se puede decir que si no hay radioisótopo no hay radioactividad.



¿Por qué es peligrosa la radioactividad? Pues porque como toda energía puede desarrollar trabajo, y tú no quieres que nada trabaje incontroladamente los átomos que te constituyen. Y los que forman tu ADN, aún menos. La radioactividad provoca quemaduras, daña severamente algunos órganos importantes como la médula espinal, el sistema gástrico o el sistema nervioso, altera el ADN y el sistema reproductivo y puede ocasionar cáncer y malformaciones hereditarias.



¿Cuánta radioactividad es demasiada radioactividad?



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Un contador Geiger sencillo moderno

Los daños ocasionados por la radioactividad al cuerpo humano dependen de varios factores. Por ejemplo, del tipo de radiación –alfa, beta, gamma o neutrónica– y de si se encuentra en el exterior del organismo o ha pasado al interior por ingestión o inhalación. Pero casi siempre decimos que los factores más decisivos (o al menos, los que mejor podemos controlar una vez se ha armado el empastre) son la dosis y el tiempo de exposición. Uno puede recibir grandes cantidades de radioactividad siempre que lo haga durante un periodo de tiempo muy breve, de la misma forma que no te quemas igual si pasas la mano por encima de la llama que si la dejas encima. Por eso, las herramientas más fundamentales del liquidador nuclear son el contador Geiger y el cronómetro. O el dosímetro, que mide cuánta radioactividad vamos absorbiendo.



Esto nos conduce a esas unidades de medida tan raras: sieverts, grays, roentgens, rems, rads, becquerels y demás fauna. Algunos creen que están para marear al público, pero la verdad sencilla es que son unidades científicas que miden cosas diferentes difíciles de comparar entre sí. Otras, simplemente, han quedado obsoletas porque ahora sabemos bastante más de todo este asunto que antes.



La más básica es el becquerel (Bq), nombrada así por el físico francés Henri Becquerel. El número de becquereles nos dice cuántas desintegraciones nucleares se han producido en un material cada segundo. Es decir, cuántos de esos fenómenos emisores de radiación se han dado en un segundo. Cuantos más sean, más calentita está la cosa en términos absolutos. Cada una de las desintegraciones nucleares detectadas se llama una cuenta, y son esos clics que constituyen el sonido característico de un contador Geiger. Esto da lugar a otra unidad que son las cuentas por minuto (cpm), es decir, cuántas de esas desintegraciones hemos detectado en un minuto. Si las estamos detectando todas, evidentemente, un becquerel es igual a 60 cuentas por minuto.



Sin embargo, más que cuánta radioactividad se está emitiendo, nos suele interesar el impacto de esa radioactividad sobre el medio circundante (por ejemplo, nosotros). A efectos prácticos, la exposición. Aquí la cosa se complica un poco más, porque el cálculo ya no es tan directo. La unidad tradicional para medir esto era el roentgen (R). Aunque sólo aplicable en sentido estricto para la radiación gamma / rayos X, su uso se extendió a todos los demás tipos de radioactividad. Un roentgen es la cantidad de radiación necesaria para liberar una unidad electrostática de carga en un centímetro cúbico de aire a temperatura y presión estándar; lo que intuitivamente nos dice bastante poco. En la actualidad el roentgen se considera obsoleto y ha sido sustituido por el culombio/kilo (C/kg).



Aún más nos conviene saber la cantidad de radioactividad que ha sido absorbida por el material circundante, como por ejemplo tu cuerpo o el mío. Para esto surgieron dos unidades: el rad y el rem. El rad se define como la dosis de radiación necesaria para que un kilogramo de materia absorba una centésima de julio de energía. Por su parte, rem significa roentgen-equivalent-man; o, más ampliamente, roentgen equivalente a mamífero (todos los mamíferos, incluso las famosas ratas, reaccionamos a la radioactividad de manera muy parecida). El rem se obtiene multiplicando el número de rads por un factor de equivalencia que representa la efectividad de la radiación para ocasionar daños biológicos.



Ambas unidades están también obsoletas, sustituidas respectivamente por el gray (Gy) y el sievert (Sv). Que son las que más hemos visto con esto de Fukushima. El gray mide la cantidad de radiación absorbida por cualquier material, y se define como la cantidad necesaria para que un kilogramo de materia absorba un julio de energía. Si te fijas en el párrafo anterior, esto son exactamente cien rads. O sea, que un rad se llama ahora centigray y un gray es igual a cien rads. Con algunas limitaciones, también se puede realizar una conversión a roentgens. Se considera, un poco al bulto, que un gray equivale aproximadamente a 115 roentgens.



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El mítico contador Geiger soviético DP-5B, el "Kalashnikov de los Geigers". Abajo, iluminado en la oscuridad. Muchos de estos antiguos contadores, protagonistas de "la otra historia nuclear", siguen funcionando perfectamente y lo seguirán haciendo durante muchos años.



Y finalmente nos encontramos con el sievert (Sv), que mide la cantidad de radiación absorbida por los tejidos de un cuerpo humano o de cualquier otro mamífero. Este es el que nos interesa para saber cuánto nos está afectando la radiación. Es simplemente el resultado de multiplicar el número de grays por dos factores correctores: uno para el tipo de radiación y otro para el tipo de tejido afectado. Por ejemplo: la radiación beta o gamma tiene un factor multiplicador de 1 y los testículos u ovarios tiene otro de 0,20. Es decir, que si estamos recibiendo un gray de radiación gamma donde tú ya sabes, estamos absorbiendo 0,2 sieverts. Otro ejemplo: la radiación alfa tiene un factor de 20 y el estómago de 0,12, o sea que si nos hemos zampado una fuente de radiación alfa equivalente a un gray, nuestro estómago está absorbiendo 1,67 sieverts (1 x 20 x 0,12).



Lógicamente, cuando oímos hablar de sieverts/hora (Sv/h), grays/hora (Gy/h) o roentgens/hora (R/h) se están refiriendo a la cantidad de radiación que se absorbe a cada hora que pasa (y lo mismo para el día, el mes, el año, etcétera). O sea, si nos dicen que en un lugar determinado la dosis es de 200 milisieverts/hora, una persona que permanezca ahí cinco horas habrá absorbido un sievert enterito. Cuando anuncian que el límite de seguridad para los trabajadores de la industria nuclear en la Unión Europea son son 50 mSv/año con un máximo de 100 mSv durante cinco años consecutivos están también hablando de esto. Y cuando el Consejo de Seguridad Nuclear nos cuenta que estamos recibiendo normalmente una media de 0,15 µSv/h (ojo con los milis y los micros…) significa que cada año absorbemos 1,314 mSv por la radiación natural de fondo; es decir, 0,001314 sieverts. En ochenta años de vida, 0,1 sieverts.



No hace mucho publiqué en este blog un estudio sobre los extremos que puede resistir un ser vivo, y especialmente los extremos de radioactividad. Resumámoslo diciendo que un ser humano está listo para el ataúd de plomo si absorbe más de 8 o 10 sieverts, especialmente si se los lleva todos de una sola vez. El síndrome radioactivo agudo puede aparecer por encima de 1 sievert. Y entre 0,5 y 1 se observan síntomas inmediatos, como un descenso en la cuenta de glóbulos rojos de la sangre, pero generalmente no causa la muerte de manera directa.



Existe disputa sobre los efectos de la radiación sobre la salud humana. Esto se debe a que son de dos tipos, llamados estocásticos y no-estocásticos. O sea: dependientes de la suerte y directos. Cuando hablamos de estas cifras tan exactas, de sídrome radioactivo, de evenenamiento radiológico nos referimos siempre a los efectos directos (no-estocásticos). Vamos, que si recibes veinte sieverts del tirón, te vas para el otro barrio sí o sí y la suerte ya no tiene nada que decir ahí. Pero si recibes cinco, por ejemplo, vas a tener una combinación de efectos estocásticos y no-estocásticos. Los no-estocásticos o directos dicen que se te va a caer el cabello, vas a sufrir hemorragias e infecciones y la cuenta de glóbulos blancos se te va a ir al demonio. También se puede decir no-estocásticamente que tienes entre un cinco y un cincuenta por cien de probabilidades de morir pronto, incluso con asistencia médica.



Pero en caso de que sobrevivas, no se puede saber si vas a sufrir un cáncer en el futuro relacionado con esta absorción o no. O si tus hijos van a salir estropeados o no. O cualquier otro de los males comúnmente atribuidos a la radiación. Estos son los efectos estocásticos, o sea azarosos. Y de ellos se sabe bastante menos. Si dentro de diez años te sale un cáncer de hígado, ¿será por la radiación, porque le das al vodka cosa mala o simplemente porque te tocaba? Resulta obvio que esto es mucho más difícil de calcular. Un dato generalmente aceptado es el número de cánceres en exceso. Es decir, cuántos cánceres de más se dan en una población expuesta a la radioactividad sobre la cifra que cabría esperar estadísticamente en una población similar que no ha sufrido exposición significativa. Pero incluso esta cifra es un tanto especulativa, porque puede deberse a este motivo o a cualquier otro.



Por ello, existe debate sobre cuáles son los niveles mínimos aceptables de radioactividad. Sabemos que por debajo de 0,5 Sv no suelen manifestarse efectos directos (no-estocásticos), pero muchos disputan que todo incremento de radiación ambiental tenderá a elevar el número de efectos estocásticos, como esos condenados cánceres. Y que, en una población numerosa, por ley de los grandes números, habrá inevitablemente víctimas de la radioactividad incluso a dosis bajas, que no llamarán mucho la atención y se achacarán a otras causas.



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El símbolo internacional de peligro radiológico (arriba) y el nuevo específico para las radiaciones ionizantes (abajo).

Hace muchos años, se hizo un estudio sobre la incidencia del cáncer entre los trabajadores de la antigua Junta de Energía Nuclear. Resultó que era un 29% superior a la media de la población. Estudios más recientes, relativos a instalaciones más modernas, hablan de un escaso 2% de diferencia entre los trabajadores y cero entre la gente que vive cerca de las centrales atómicas. Aparentemente, en algún punto por debajo de los 50 milisieverts al año que estos trabajadores tienen como límite estaría la línea de seguridad total. Es decir, menos de 5,7 µSv/h sostenidos en el tiempo. En algún lugar entre los 0,15 o 0,20 µSv/h de radiación de fondo y los 5,7 µSv/h que constituyen el primer límite de los trabajadores nucleares está esa línea.



Pero nadie se atreve a trazarla. Ninguna institución internacional ha osado indicar un punto por debajo del cual la exposición a la radiación se considere completamente inocua. Esto representa un problema grave para los evacuados de los accidentes nucleares, porque rara vez un político se anima a decir “esto ya es seguro otra vez, ya pueden volver a casa”.



Eso de la radiación equivalente a un plátano.



En estos últimos días, se ha oído también hablar mucho de la dosis equivalente a un plátano. Resulta que los plátanos presentan de manera natural una pequeña cantidad de un isótopo radioactivo llamado potasio-40. En cantidades suficientes, a veces disparan los detectores radiológicos de las aduanas. Dicen que si uno se come un plátano todos los días durante un año, absorberá 36,5 µSv. Otros apuntan otras cifras, pero van por un estilo. Se pretende decir así que la radioactividad es más segura de lo que parece: comer plátanos resulta bastante saludable.



Como puede suponerse fácilmente esto es una fantochada, por dos razones. La primera es que el potasio-40 emite radiación beta en el 90% de las ocasiones y decae a argón-40 y calcio-40; el primero es estable y el segundo casi estable. O sea que su cadena de desintegración termina ahí, con sólo un 10% de emisión gamma; tal cosa lo hace distinto a los isótopos que nos ocupan y francamente menos peligroso. La segunda razón es que los seres vivos somos extraordinarios gestores del potasio, y la gran mayoría –incluyendo al potasio-40– se elimina rápidamente. En palabras de Geoff Meggitt, médico, antiguo editor del Journal of Radiological Protection y ex miembro de la Autoridad para la Energía Atómica del Reino Unido, la dosis neta de un plátano es cero. Algún otro estudio sugiere una absorción máxima de 0,37 µSv tras un año de consumirlos diariamente.



En la práctica, todas las fuentes alimentarias combinadas suman una radioactividad total aproximada de 400 µSv al año, o sea 0,4 mSv. Esto es, menos de la tercera parte que la radiación de fondo, y casi toda ella beta.



De la peligrosidad de los isótopos que están sonando.



Entonces, ¿cómo son de peligrosas esas sustancias de las que hemos oído hablar recientemente? Bueno, veámoslo. En primer lugar, hay que recordar una cosa: un radioisótopo o es muy radioactivo o es muy duradero en su peligrosidad radiológica, pero ambas cosas no puede ser. La razón es sencilla: si emite mucha energía, también la pierde muy deprisa. Si emite poca, dura mucho pero irradia poco.



Los sospechosos habituales en caso de accidente nuclear son los mencionados más arriba y especialmente el yodo-131, el cesio-137, el estroncio-90 y el tecnecio-99. Los que se escapan más fácilmente son los dos primeros, porque dentro del reactor permanecen en estado gaseoso y salen al exterior con la primera fisura de la vasija. El estroncio y el tecnecio, en cambio, tienen un punto de ebullición mucho más alto y se mantienen en estado sólido, con lo que sólo pueden escapar en cantidades significativas si la vasija ha reventado. Por el momento, en Fukushima no se está detectando estroncio y tecnecio fuera de la instalación, pero sí yodo y cesio. Eso significaría que las vasijas afectadas mantienen su integridad general, aunque con grietas.



El yodo-131 (131I) tiene una semivida cortita, de 8,02 días. Esto de la semivida o periodo de semidesintegración es el tiempo que tarda en decaer la primera mitad de los radionúclidos presentes. Es decir, que a los 8,02 días queda el 50%, a los 16,04 el 25%, a los 24,06 el 12,5% y así sucesivamente. Normalmente se ve expresado como vida media, aunque decirlo así no sea exacto. Al grano. El yodo-131 tiende a acumularse en la glándula tiroides y no se elimina bien biológicamente. Sin embargo, esa semivida tan corta significa que se elimina a sí mismo rápidamente. Si no se producen nuevas emisiones y absorciones, en 80 días quedará menos del uno por mil.



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El cesio es un metal dúctil que funde a 28,4 ºC. Su isótopo radioactivo cesio-137 es uno de los subproductos característicos de la fisión y uno de los "sospechosos habituales" en los accidentes o explosiones nucleares. Suele permanecer en estado gaseoso dentro de los reactores, por lo que escapa con las primeras grietas.

El yodo-131 emite radiación beta y gamma para transmutar en xenón-131, que es estable. La emisión primaria son rayos gamma de 364 kiloelectronvoltios y partículas beta de 190, con un máximo de 606. Ha sido vinculado con el cáncer tiroideo, especialmente en la infancia y adolescencia. La vía de entrada al organismo es típicamente mediante la alimentación, sobre todo con el consumo de leche y verduras contaminadas.



El cesio-137 (137Cs) tiene una semivida mucho más larga, de 30,17 años. Es decir, que le cuesta mucho más tiempo desaparecer del medio ambiente. En el 94,6% de las ocasiones, su cadena de desintegración consta de dos pasos. El primero es una partícula beta de 512 kiloelectronvoltios que lo transforma en bario-137m. Esta “m” del final significa que ese bario es un isómero metaestable, o sea que está excitado. Para relajarse, necesita emitir radiación gamma y eso es lo que hace exactamente a continuación: radia un rayo gamma de 662 kiloelectronvoltios y se estabiliza como bario-137 normal.



El cesio-137 no se da en la naturaleza: sólo apareció en la Tierra tras las primeras explosiones nucleares humanas. De hecho, a veces se usa para comprobar si un objeto es anterior a 1945. Se da la circunstancia de que es muy soluble en agua y los seres vivos tenemos mucha agua. A diferencia del yodo-131, no tiende a acumularse en un punto del organismo en particular, sino que se distribuye por todas partes; más en los músculos y menos en los huesos. Fue el agente del accidente de Goiânia en Brasil y el incidente de Acerinox en Cádiz. El cesio-137 entra en el organismo a través del agua, los alimentos y también por inhalación, típicamente al caminar sobre suelo contaminado levantando polvo o manipular objetos contaminados y luego acercarse las manos a la cara. Tiene una semivida biológica de 64 a 110 días; este es el tiempo que el cuerpo necesita para eliminar la mitad por vías naturales. Su comportamiento bioquímico es parecido al del potasio.



Las dosis bajas de cesio-137 no se han vinculado a ninguna patología en particular. De los experimentos realizados con animales en el pasado y tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki se sabe que a dosis superiores incrementa la mortalidad general y tiene efectos teratogénicos sobre la descendencia. Sin embargo, parece que hacen falta dosis ya en el rango de los efectos no-estocásticos para que estos efectos estocásticos se manifiesten también.



El estroncio-90 (90Sr) no ha sido detectado en Fukushima. Es un emisor beta puro y su cadena de desintegración tiene dos pasos: el primero lo convierte en itrio-90 inestable y el segundo en zirconio-90, ya estable. Su semivida asciende a 28,8 años. El estroncio-90 es un “buscahuesos” que se comporta bioquímicamente de manera muy parecida al calcio y por tanto se acumula en los huesos y la médula ósea. Ha sido vinculado con el cáncer óseo, el cáncer de médula ósea, la leucemia y tumores en órganos próximos, pero sólo hay pruebas suficientes de su capacidad para causar estas enfermedades en animales.



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El estroncio es un metal alcalino con puntos de fusión y ebullición bastante elevados. Por ello, suele permanecer en estado sólido y sólo escapa de modo significativo al medio ambiente cuando la contención radiológica ha resultado severamente comprometida durante un accidente nuclear, en forma de isótopo estroncio-90.

Se han detectado minúsculas cantidades de tecnecio-99m (99mTc) en el agua presente en el interior de la central nuclear de Fukushima I, pero por el momento no en el exterior de la instalación. El tecnecio-99m es otro de estos isótopos metaestables excitados que emiten radiación gamma para tranquilizarse. Tiene una semivida de seis horas y decae rápidamente a tecnecio-99. Este tecnecio-99 tiene una semivida de 211.000 años y es un emisor beta muy suave y lento que va transmutando en rutenio-99. En el agua del interior de Fukushima se han encontrado también cantidades significativas de cloro-38, un emisor beta con una semivida de 37 minutos que decae en argón-38 estable; y cerio-144, emisor alfa y beta con semivida de 285 días que decae finalmente (vía praseodimio-144 y neodimio-144) en cerio-140 estable.



Naturalmente, si cualquiera de ellos o una combinación de los mismos llega a provocar absorciones superiores al sievert, pues entonces empezamos a freírnos radiológicamente de manera muy no-estocástica. Esto es, que nos vamos a la parte de las quemaduras por radiación, el síndrome radioactivo agudo, el muerto que anda y el ataúd de plomo en cripta de hormigón. Por otra parte, la ley CERCLA de los Estados Unidos considera todos los radionúclidos como inherentemente cancerígenos. Son muy conocidos los problemas de salud provocados por el Thorotrast (dióxido de torio) o el Radithor (radio), los sufridos por las chicas del radio o por supuesto los padecidos por las víctimas de la larga lista de accidentes radiológicos y nucleares que en el mundo han sido. El último ocurrido en España, el de la unidad de radioterapia del Clínico de Zaragoza en 1990, se cargó al menos a once personas. La radioactividad es peligrosa. Pero por debajo del sievert y sobre todo por debajo del medio sievert, los efectos son fundamentalmente estocásticos y nadie sabe cómo son de peligrosos realmente en el medio y largo plazo.



La Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), dependiente de la Organización Mundial de la Salud, incluye numerosas fuentes radiológicas en el grupo 1 de su clasificación (que viene a querer decir “agentes definitivamente carcinógenos para los seres humanos”). Entre estas se encuentran, al mismo nivel que los asbestos, los arsénicos, los bencenos o fumar tabaco, las siguientes:



•La radiación neutrónica en todas sus formas.

•La radiación X y gamma en todas sus formas.

•Los radionúclidos emisores de radiación alfa y beta depositados en el interior del organismo.

•El plutonio.

•Los radioyodos, incluyendo el yodo-131.

•El radio (-224, -226 y -228) y los productos de su cadena de desintegración.

•El radón-222 y los productos de su cadena de desintegración.

•El torio-232 y los productos de su cadena de desintegración.

•El fósforo-32, como fosfato.

•En general, todas las radiaciones ionizantes.

Todos estos productos pueden considerarse, pues, como definitivamente peligrosos para la salud humana. Adicionalmente, los rayos X (radiación gamma de baja energía) fueron el primer mutágeno y genotóxico conocido. En general, se considera a las radiaciones ionizantes teratogénicas en diversos grados.



Pero que sean peligrosos no quiere decir que salten a por tu cuello si pasas al lado, ni que te vayan a matar con toda seguridad a partir del mismo instante en que entras en contacto con alguno. Se parece mucho al riesgo de fumar. Depende de lo que fumes, cuánto fumes y durante cuánto tiempo. No corre el mismo riesgo una persona que aspiró humo de cigarrillos años atrás, cuando salía de fiesta, que quien lleva treinta años atizándose tres paquetes de desemboquillados diarios. Tipo de exposición, dosis, tiempo de exposición: esas son las claves.





La propuesta de la energía nuclear.



Vivir es correr riesgos. Todo lo que hace el ser humano conlleva algunos peligros; sólo los muertos están completamente a salvo, si es que se puede considerar así. La cuestión es cuánto riesgo estamos dispuestos a asumir razonablemente, de manera individual o colectiva, a cambio de qué. La propuesta de la energía nuclear es clara: grandes cantidades de energía, prácticamente ilimitada si continúa su desarrollo, bastante respetuosa con el medio ambiente y dicen que hasta cierto punto económica, al precio de unos residuos peligrosos pero relativamente fáciles de gestionar y un riesgo mínimo pero real de accidentes cuyas consecuencias para la salud colectiva se extienden en el tiempo y en el espacio. Resumiéndolo mucho, así están las cosas.



A cada sociedad queda decidir si acepta o rechaza esta propuesta. Hay sociedades muy serias que la aceptan y otras al menos igual de serias que la rechazan. Las alternativas realistas en este momento son:



•los combustibles fósiles como el petróleo, el carbón o el gas natural, con un coste ambiental y climático extremo (y también para la salud), que más pronto o más tarde se acabarán o resultarán muy costosos de extraer.

•la energía hidroeléctrica, sólo aplicable donde hay grandes ríos con desniveles significativos, con un coste ambiental local significativo.

•la energía eólica y solar, sometidas a variaciones y límites de disponibilidad (son un recurso intermitente), con un coste paisajístico y ambiental local moderado o más alto cuando se explotan intensivamente.

•los biocombustibles, con un coste ambiental y social notable.

•la energía geotérmica, sólo disponible en determinados lugares, con un impacto ambiental local moderado.

•la energía mareomotriz y undimotriz, con algunas limitaciones de disponibilidad y un impacto ambiental local moderado.

Por mucho que reduzcamos el consumo –lo que es en extremo deseable–, si Nikolai Kardashov tenía algo de razón en sus planteamientos, toda civilización tenderá a ir consumiendo cantidades mayores de energía para seguir evolucionando. Aún sin plantearnos el futuro de la humanidad, en estos mismos momentos a miles de millones de personas en el Tercer Mundo les vendría de lo más bien una fuente de energía económica, fácilmente disponible y razonablemente respetuosa con el medio, con la sociedad y con el clima, pues el desarrollo es inseparable del suministro energético. Y a todos nosotros, en todos los países, una factura de la luz más barata y ecológica. La energía nuclear de fisión y sobre todo la de fusión contienen importantes promesas en este sentido, que cada sociedad debe evaluar sin histerias ni forofismos. Recordando siempre que el progreso no está garantizado, que una civilización que no evoluciona y avanza no sólo se estanca, sino que de inmediato comienza a retroceder.



La humanidad futura necesitará inmensas cantidades de energía para dejar de ser un simio de aldehuela planetaria, y la humanidad del presente necesita grandes cantidades ya para contribuir a la superación de incontables miserias e injusticias. Pero no al precio de dejar una herencia envenenada a las generaciones futuras. Eso es lo que está en juego ahora mismo: qué herencia queremos dejar a quienes vendrán detrás.



http://www.lapizarradeyuri.com/2011/03/27/radioactividad/

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